El mundo era joven aún, e ignoto; y en él no habían sido trazadas las fronteras que separarían después el portento de la vigilia, la verdad del enigma. Y se tenía a la muerte tan solo por un sueño.
La tierra sufría dividida, y los hombres contendían entre sí a causa de la ambición y del orgullo. Y el pueblo imploraba justicia, porque el trabajo de sus manos desnudas apenas si bastaba para saciar el hambre.
De las tinieblas de esa edad sombría surgió entonces una leyenda cuyo solo rumor dio alas a la esperanza: unió lo que estaba escindido, desterró el infortunio y la enfermedad, y la humanidad fue entonces una bajo las estrellas. Pero nuestra maldición es el olvido, y la discordia anidó en los corazones nuevamente, predisponiéndolos a la desconfianza y, más tarde, a la traición.
El vínculo entre el rey y la tierra se agostó, y el hambre y la penuria se extendieron por los campos antaño fértiles. Largo fue el tiempo de la desesperanza. Larga fue la postración. Era hora, pues, de hallar lo perdido, de recuperar el secreto extraviado que había unido a la tierra toda bajo un mismo juramento. De librar la última batalla. Y de morir en ella.
Pero no sin antes consolidar la promesa de que ese vínculo, de que esa unión, resultan ya imperecederos. No sin la promesa de que, cuando caigamos de nuevo en el desaliento, retornará esa esperanza y Excálibur resurgirá una vez más de entre las aguas.
GENEALOGÍA DE UN MITO1
Si es cierta la afirmación de que los seres humanos, desde los albores de nuestra especie, soñamos los mismos sueños, cambiando tan sólo en cada época los ropajes con que los envolvemos, las narraciones abarcadas en el conocido como “ciclo artúrico” o, también, “materia de Bretaña” lograron dar forma a algunas de las pulsiones con mayor fuerza arraigadas en lo más profundo de nosotros mismos y que aún hoy en día nos conmueven por su poder simbólico: la conciencia íntima de habernos extraviado, y el afán subsiguiente de recobrar ese paraíso perdido, esa edad de oro de justicia y bienaventuranza; el arma forjada no tanto para herir como para curar; el rey predestinado a reunir la tierra bajo su gobierno, a ser uno con ella, haciéndola perecer si fracasa, florecer si medra; el pecado y la culpa que siempre acechan en los recovecos de los mortales, incluso durante su plenitud; la esperanza del renacimiento; el misterio de la existencia y de lo que nos espera más allá de sus fronteras. Nombres como Excálibur, Arturo, la Mesa Redonda, el Santo Grial, Merlín, Camelot, Lanzarote, Ávalon.
Leyenda, por tanto, atemporal, como todas las grandes obras de arte, que saben encontrar y ahormar lo que nos es común a todos los seres humanos, sin importar épocas o azares. Y, sin embargo, perfectamente incardinada también en un tiempo muy concreto – el de los siglos XII y XIII – y símbolo de unos valores– los caballerescos – propios de una sociedad – la europea – que pugnaba por liberarse de la penuria y la barbarie que la habían acechado durante tantas centurias y por asegurar la civilización y el progreso que tan frágilmente y con tanto sufrimiento había alcanzado.
El primer hito de esta leyenda – más allá de las antiquísimas tradiciones bretonas, de las que no quedan testimonios fidedignos, aunque es posible deducir la influencia de las mismas en la narrativa posterior – se encuentra en la Historia britonum, de autor desconocido y compuesta, a principios del siglo XI, como su título delata, en latín. Plagada de errores y de noticias espurias, pero que se incorporaron – por el sólo hecho de estar redactada en la lengua del antiguo imperio, lo que la dotaba de prestigio y de autenticidad incuestionables – a la historiografía posterior como verdades, en un breve pasaje de la misma aparece la primera mención de Arturo, del que se dice que derrotó a los sajones en diferentes batallas. Parece probable que este mítico rey de los bretones tuviera su encarnación histórica en un prefecto de la legión romana conocida como “Victrix” – “Victoriosa” – y acampada en York, la cual, en tiempos del emperador Adriano, acaudilló al pueblo britano en sus luchas contra el armoricano. A la memoria de dicho prefecto se dedicó una lápida, hallada en el distante territorio de Dalmacia, en la que figuraba su nombre: Lucius Artorius Castus. Su reputación fue tal que desde el siglo VI es frecuente hallar en las Islas Británicas a personas llamadas así: Artusius o Arthur.
Más de cien años después, a mediados del siglo XII, el monje bretón Godofredo de Monmouth compuso su Historia regum Britanniae (Historia de los reyes de Bretaña) con el fin de realzar a ojos de los normandos, que acababan de conquistar la Gran Bretaña, los acontecimientos más destacados del pasado de su patria. En ella noveliza, amplificándolos, los materiales que halla en obras precedentes – entre ellas la citada más arriba -, añadiendo una figura capital, la del mago Merlín, así como los amores entre Uther Pendragon e Igráin, esposa del duque de Cornualles, de los que nacerá Arturo, al cual presenta como arquetipo de monarca invicto que, tras numerosas campañas, la última de ellas contra su propio sobrino, el cual intentaba destronarlo, cae herido y es llevado a la isla de Ávalon para ser curado. Gracias a Godofredo, el personaje de Arturo adquiere la relevancia literaria que le consagrará como uno de los emblemas centrales del imaginario europeo.
También este autor quiso hacer pasar sus fábulas por historia verdadera – y, efectivamente, así las estimaron sus lectores, tanto contemporáneos como posteriores -, pero lo más importante es que su fecunda imaginación alentó a todos aquellos a quienes sus relatos habían cautivado, entre los que se contaba el poeta Wace que, en 1155, escribió La novela de Bruto (Li romans de Brut), en la cual, por primera vez, se hace mención de la Tabla Redonda, de tan hondo simbolismo caballeresco.
Y llegamos en esta genealogía al escritor que recoge todas las tradiciones literarias previas, instituyendo en su forma moderna la materia de Bretaña: Chrétrien de Troyes. Es él quien dota a las aventuras de Arturo y sus caballeros de un carácter sacrificial: las proezas que estos llevan a cabo no son únicamente signo de valor, sino, sobre todo, prueba de la virtud que ha de acompañar al hombre ideal. El héroe no lo es hasta no haber demostrado su rectitud y su fortaleza, su fe y su esperanza, logrando superar el estado de desgracia en que ha caído a causa de su humana imperfección, aunque esta solo fuera momentánea. Y todo ello envuelto en un ambiente de fantasía y ensueño y de sublimada cortesanía.
También le debemos a Chrétien de Troyes la creación de otro de los símbolos de la materia de Bretaña: Lancelot o Lanzarote (Lancelot o el caballero de la carreta), el mejor de todos los que sirven a Arturo, pero fatalmente enamorado de la reina Ginebra, a la que le une una pasión total y avasalladora que está por encima de su voluntad, de sus obligaciones como caballero, de su razón.
La obra cumbre de Chrétien de Troyes es el Perceval o Cuento del Grial, escrito entre 1180 y 1190 e inacabado a causa de su muerte. En ella relata los lances que acompañan a este personaje, desde su infancia, salvaje y solitaria, pasando por su formación como caballero – al observar extasiado el paso de un grupo de ellos y sentir su irresistible influjo -, hasta el más extraordinario episodio que le acontece: el hallazgo fortuito del palacio del rey Pescador, su entrevista con él y la visión de dos objetos maravillosos – una lanza de la que gotea sangre y una copa de extraordinaria luminosidad – por los que, en su timidez, no se atreve a preguntar. Esta falta provoca que, al despertar del día siguiente, el castillo se halle vacío y que, tras su salida del mismo, este desaparezca. Perceval – Parsifal en la tradición germánica – se da cuenta de su error y, junto con otros caballeros del rey Arturo, emprende incansable su búsqueda, de la que desconocemos su fruto, pues, como se ha dicho, la novela quedó incompleta.
Tanto la lanza como la copa aluden directamente a la Pasión de Cristo: la lanza con la que este fue herido por el soldado Longinos y la copa en la que se recogió su sangre y que fue conservada por José de Arimatea (y, que, según la tradición valenciana, atesora actualmente la catedral de esta ciudad). Su búsqueda simboliza el desafío al que se ha de enfrentar todo caballero – todo ser humano, en realidad – para aquilatar su rectitud y su perseverancia, para demostrar la firmeza de sus convicciones, así como su humildad, y, de este modo, convertirse en acreedor de la gracia divina y de la esperanza en la reparación de los errores cometidos a causa de las debilidades mostradas.
Algunos escritores trataron de dar continuación al poema redactado por Chrétien de Troyes, afán complicado debido a la singular mezcla que lo compone: lirismo, aventura, delicadeza, misterio y espiritualidad. Otros dirigieron su talento a narrar la prehistoria de los hechos referidos por Chrétien (los “spin-off, como vemos, no son cosa del presente). Todos estos materiales fueron reunidos y ordenados a principios del siglo XIII por un desconocido prosista de talento en lo que actualmente se conoce bajo las denominaciones de Gran San Grial, Lancelot–Grial o Vulgata, obra que aparece dividida en cinco partes: las dos primeras dedicadas a José de Arimatea y al mago Merlín; la tercera ofrece los amores entre Lanzarote y la reina Ginebra; la cuarta, titulada La demanda del Grial, narra la persecución del sueño del Grial por parte de los caballeros de Arturo, dispersados por el mundo para su hallazgo; y la última, La muerte de Arturo, concluye la saga con el fin del héroe, el cual, herido en batalla, es llevado a la Isla de Ávalon.
A lo largo de todas las obras y de todos los autores mencionados la materia de Bretaña se va forjando progresivamente conforme al espíritu, las creencias, los anhelos, las esperanzas, las virtudes y los temores propios del mundo caballeresco que configura la faz de estos siglos.
Virtudes como la fortaleza, la lealtad, la rectitud, la gracia, la esperanza, la fe, la obediencia, la humildad, la justicia, la compasión, el valor.
Temores como la ambición, el orgullo, la traición, la división, el pecado, la codicia, la discordia, la mentira y la lujuria, los cuales provocan la caída del ser humano.
Anhelos como la unión que permita restaurar la felicidad perdida, la plenitud y prosperidad tan ansiadas por saberlas efímeras.
Creencias como la del rey-taumaturgo – recordemos a los monarcas Capetos de Francia, que curaban las escrófulas solo con la imposición de sus manos – que ejerce de vínculo y mediador entre lo terreno y lo divino, participando al mismo tiempo de un plano y del otro, y cuya misión es dar orden al universo visible, del mismo modo que Cristo – del que es representante en la tierra, su vicario – hace lo propio en el invisible. Un monarca que intercede por su pueblo ante los poderes superiores, y de cuya intercesión depende la felicidad de sus gobernados. Un soberano que tiene como símbolo principal de su poder la espada, pero no únicamente para guerrear, sino también para extender su paz y su justicia.
Esperanza en el perdón, en la gracia, en la clemencia, en la misericordia, en la reparación de las faltas y, finalmente, en la resurrección.
Todos estos valores, creencias, esperanzas, temores y anhelos fueron reunidos para erigir con ellos un mito que, como todos los mitos, resulta imperecedero. Y que, también como todos los mitos, tiene el poder de, a través de seres quiméricos e ilusorios, hacer resonar en nosotros ecos recónditos que nos devuelven nuestra memoria más antigua.
LA PELÍCULA
Título original: Excalibur
Dirección: John Boorman
País: Reino Unido, Estados Unidos
Fecha de estreno: 10/04/1981
Duración: 140 min
Género: Drama, Aventuras, Fantástico
Reparto: Nigel Terry, Helen Mirren, Nicholas Clay, Cherie Lunghi, Paul Geoffrey, Nicol Wiliamson, Robert Addie, Gabriel Byrne, Liam Neesom, Keith Buckley, Katrine Boorman,
Guion: John Boorman, Rospo Pallenberg
La película se basa en el libro titulado La muerte de Arturo (Le morte d´Arthur), escrito por sir Thomas Malory a finales del siglo XV, es decir, mucho tiempo después de compuestas las obras reseñadas con anterioridad. No obstante, la materia de Bretaña, y, de manera general, la novela de caballerías, continuó vigente hasta entrado el siglo XVII. Y es que la imprenta favoreció la redifusión de estas novelas, que contaron con lectores tan ilustres como el emperador Carlos V y la mismísima Santa Teresa de Jesús. Recordemos que en 1490 apareció en Valencia una de las grandes obras caballerescas, Tirant lo Blanch, de la que Cervantes, a través del cura, dice en su Quijote: “Dígoos verdad, señor compadre, que, por su estilo, es éste el mejor libro del mundo.”
Un poco más tarde, en 1508, apareció el Amadís de Gaula, que constituyó un éxito avasallador, no sólo en España, sino en toda Europa. Tanto es así que el Amadís sirvió de inspiración para muchos otros autores que se valieron de sus personajes para pergeñar, con más o menos talento, continuaciones del mismo (Esplandianes, Florisandos, Lisuartes, Floriseles…). Y esto es precisamente lo que pretende ridiculizar Cervantes ofreciéndonos, primero en 1605 y luego en 1615, las aventuras de Alonso Quijano, el Bueno, convertido por mor de su locura en don Quijote: lo mal trazados que habían sido muchos de estos libros; de aventuras ya no inverosímiles, sino grotescas; huérfanos de ingenio; escasos de estilo; vacuos; solo orientados a embaucar a lectores crédulos y poco exigentes.
Pero me desvío del tema. La película, como decía, se apoya en la obra de Mallory, de la que sabe extraer el ambiente de ensueño y de misterio que esta, al igual que todas las que componen el ciclo artúrico, rezuma. Contiene asimismo todos los motivos inherentes a la materia de Bretaña: el amor temerario de Uther por Igráin; el fruto de estos: Arturo; la magia de Merlín, representante de un saber arcano que se extingue con la muerte de los muchos dioses y el triunfo del dios único; la espada clavada en la piedra a la espera del rey que la merezca para redimir a una tierra afligida; la unidad simbolizada por la Mesa Redonda; Ginebra; Lanzarote; la traición de ambos, que aboca al reino a una nueva fractura; Morgana y su hijo, Mordred; la búsqueda incansable de la esperanza, encarnada en el Grial; Perceval, el caballero de corazón puro que sabe merecerlo; el retorno del rey; la batalla postrera, en la que este resulta herido; y su partida final hacia la etérea isla de Ávalon, bajo la promesa de que, si algún día el pueblo lo necesitara, Arturo regresaría empuñando a Excálibur de nuevo.
Mención aparte merece la música. La película se abre y se cierra con la impresionante “Marcha funeral de Sigfrido” de Richard Wagner, la cual nos arrastra inevitablemente a un mundo dominado por el mythos y en el cual el logos aún no ha encontrado acomodo. Y contiene otra pieza de fuerza igual de abrumadora: el “O Fortuna”, de Carl Orff, que enmarca, en una escena de fácil memoria, el renacimiento del poder de Arturo y, con él, la resurrección de la naturaleza, simbolizando el vínculo indisociable que existe entre la tierra y su rey: Si tú medras – le dice Merlín a Arturo en un momento de la película – la tierra florecerá. Si fracasas, la tierra perecerá.
Por último, y a modo de curiosidad, en ella podemos observar, muy jóvenes, a actores de la escuela británica que posteriormente alcanzaron renombre internacional: así Gabriel Byrne, que encarna el personaje de Uther Pendragon; Hellen Mirren, que da vida a Morgana, hermanastra de Arturo; y Liam Neeson, en el papel de Gawain.
1Para trazar esta genealogía he tomado como referencia el libro Historia de la literatura universal, de Martín de Riquer y José María Valverde.